Muchas palabras he escuchado sobre el
último año del colegio, casi todas ellas cargadas de nostalgia y
cariño hacia esa etapa «tan linda» que representa el vivir con tus
demás compañeros adolescentes un montón de anécdotas que nunca
olvidarás. Bueno, no puedo decir que opino igual. Para mí, el último año de colegio fue el alivio a años de incomodidad. Acá
se acabó esto de venir obligada a formarme en temas asignados a
nivel nacional con gente de mi misma edad, de soportar y que me
soporte todos los días gente que no por haber nacido el mismo año
necesariamente tenía alguna otra semejanza conmigo.
No fue el único final de etapa
educativa que he vivido, ¿pero por qué fue tan diferente? Lo
comparé con otros finales: al terminar la primaria, me destrocé, me
dolió inmensamente alejarme de mi infancia y de los amigos que hice
en ella, quería quedarme ahí, sin desprenderme. Tres años más tarde, cuando terminaba el noveno y me arrojaba al trecho último, si bien en
el momento exacto de culminación del ciclo no sentí nada especial
al respecto, cuando comencé el bachillerato extrañé un poco la
suerte de unidad que tenía en mi grupo anterior de compañeros. A mis nuevos compañeros, me cerré completamente. No
hubo manera en esos tres tortuosos años finales de que me integrara al grupo
(aunque hice pocas amistades que todavía conservo). Con cierta gente
no pensaba hablar nunca, y en ciertas actividades no pensaba
participar. Hasta aquí suena a un problema personal de
relacionamiento, que no descarto, pero en realidad todo ese grupo era
bastante heterogéneo y para nada unido.
En aquél entonces, encontré una
explicación para semejante situación en la ingenuidad de la
infancia y la desconfianza del proceso de madurar: claro, si cuando
estaba en la primaria todos éramos amigos tras hablar cinco
minutos. Seguro que algo de esa apertura me acompañó en los primeros
años de secundaria, en los cuales si bien ya no hubo un vínculo tan
fuerte, seguía siendo un grupo relativamente afectuoso.
Otra posible
explicación que hallé fue la siguiente: se dio en una
conversación con una conocida, quien estudió en uno de esos colegios
capitalinos de renombre, en el cual mantuvo el mismo grupo de
compañeros desde el jardín de infantes hasta el fin del
bachillerato -más de doce años-, momento en el cual realmente la vida que había vivido ella hasta entonces quedaba sepultada. ¡Por supuesto! Con mis compañeros
de primaria yo pasé seis años. Perdimos los dientes, a las chicas
nos vino la regla, a los chicos les cambió la voz, hicimos nuestro
primer viaje al extranjero sin padres, nos conocíamos bien y, por
todo el tiempo que pasamos, claro que el vínculo que se formó es
significativo.
Y con estas dos ideas -que de niña era
más amigable y que el tiempo compartido tiene que ver- me quedé,
hasta que en la facultad, como suele pasar, viví algo inesperado: hizo
falta un mes de carrera solamente para que me encariñara con el
grupo. Me sentí rarísima. Yo, la insociable, la apática,
llevándome bien con todo un grupo de estudiantes... no me parecía
posible. Por mucho tiempo no razoné sobre ello, quería experimentar
esa sensación de pertenencia a un grupo, de contención por parte de
pares, que no sentía hacía muchos años.
Hasta que finalmente me acomodé a mi
nueva condición. Se me ocurrió que, ya en esta etapa semiadulta -o adulta ya, no sé-,
en la que somos altamente prejuiciosos, la facultad me ofreció la
oportunidad de conocer personas que comparten mis mismos intereses,
con las cuales puedo tratar temas que me atraen y con quienes,
mayormente, tiendo a llevarme bastante bien. No tuve lugar de
rechazar directamente a la gente, porque tuve lugar de conocerla
primero y discernir luego si seguir o no la relación.
Hecha esta reflexión, me
remonté al bachillerato: sí, a esa edad yo ya era prejuiciosa, y
también lo eran mis compañeros, por eso no compartíamos, pero
también tuvo muchísimo que ver el tipo de bachillerato. Las humanidades, las injustamente
menoscabadas ciencias sociales, ese bachillerato que normalmente
seguimos porque desconocemos que existen muchos otros que podrían
ser más acordes para nosotros (mi caso. Me enteré de la
existencia de mi bachillerato soñado cuando ya estaba casi en el último año)
o porque tiene menos carga horaria y supuesta menos exigencia (mito,
lo desmiento fuertemente, nos exprimieron igual) que los
bachilleratos técnicos (caso de una amplia mayoría, el seguir «lo
más fácil» para cumplir con la obligación).
Es decir, la gente
reunida aquí viene por diferentes razones, y normalmente una de
ellas no es el interés por el enfoque académico. Entonces, era un grupo, como decía
antes, conformado por gente de todo tipo, con todo tipo de intereses,
cuyo único factor común era la edad. Varias veces envidié el buen
ambiente que, al menos aparentemente, tenían los demás
bachilleratos. Y ahora sé a qué se debía. Eran personas
interesadas en lo mismo, con metas similares, que tal vez por eso se
llevaban mucho mejor que la gente de mi grupo. Claro, al culminar la
etapa muchos redefinieron sus objetivos, pero al inicio todos tenían
ambiciones similares. Y eso ciertamente propicia un entorno un
poquitito menos podrido.
Aunque no me di cuenta sola de las
bondades de la facultad como punto de encuentro de personas afines.
Las distintas redes sociales me ayudaron bastante. Aquellas del
método «agregar de forma recíproca» pueden ser comparadas con ese
bachillerato: gente que conozco, gente obligada a que le lleguen mis
ideas y cuyas ideas me llegan obligatoriamente a mí sin que
necesariamente haya interés proveniente de alguno de los extremos. Y
las del método «seguir sin reciprocidad obligatoria» pueden ser
comparadas con el ambiente de la facultad: personas que no
necesariamente conocía, pero que gustos, ideales, opiniones y
objetivos similares a los míos, con quienes se comparte información
sobre temas de interés común. Tras alta actividad en ambos tipos de redes sociales,
terminé escogiendo participar más en el segundo.
Y aquí recuerdo un video que vi hace
unos meses. Realmente no recuerdo el nombre, para poder recomendarlo,
pero, básicamente, hablaba de cómo tendencias artísticas o de
pensamiento (como una corriente literaria) surgían en puntos de
encuentro creados para personas que compartían intereses (como un café
literario) y de cómo en nuestros días podemos utilizar la internet
para propiciar esos espacios.
Porque hacen falta. Dentro o fuera de
la red, debemos crear e impulsar sitios en los cuales pueda
converger gente con intereses comunes. Porque podemos tener
excelentes ideas por nuestra cuenta, pero el aporte de otras personas
con ideas parecidas pueden hacer que nuestra pequeña idea crezca de modos que no imaginamos. Y
no solo eso: el codearnos con personas con quienes guardamos similitudes puede hacer que nosotros, como humanos, crezcamos
también.