miércoles, 29 de febrero de 2012

Del aislamiento a la tertulia


Muchas palabras he escuchado sobre el último año del colegio, casi todas ellas cargadas de nostalgia y cariño hacia esa etapa «tan linda» que representa el vivir con tus demás compañeros adolescentes un montón de anécdotas que nunca olvidarás. Bueno, no puedo decir que opino igual. Para mí, el último año de colegio fue el alivio a años de incomodidad. Acá se acabó esto de venir obligada a formarme en temas asignados a nivel nacional con gente de mi misma edad, de soportar y que me soporte todos los días gente que no por haber nacido el mismo año necesariamente tenía alguna otra semejanza conmigo.

No fue el único final de etapa educativa que he vivido, ¿pero por qué fue tan diferente? Lo comparé con otros finales: al terminar la primaria, me destrocé, me dolió inmensamente alejarme de mi infancia y de los amigos que hice en ella, quería quedarme ahí, sin desprenderme. Tres años más tarde, cuando terminaba el noveno y me arrojaba al trecho último, si bien en el momento exacto de culminación del ciclo no sentí nada especial al respecto, cuando comencé el bachillerato extrañé un poco la suerte de unidad que tenía en mi grupo anterior de compañeros. A mis nuevos compañeros, me cerré completamente. No hubo manera en esos tres tortuosos años finales de que me integrara al grupo (aunque hice pocas amistades que todavía conservo). Con cierta gente no pensaba hablar nunca, y en ciertas actividades no pensaba participar. Hasta aquí suena a un problema personal de relacionamiento, que no descarto, pero en realidad todo ese grupo era bastante heterogéneo y para nada unido.

En aquél entonces, encontré una explicación para semejante situación en la ingenuidad de la infancia y la desconfianza del proceso de madurar: claro, si cuando estaba en la primaria todos éramos amigos tras hablar cinco minutos. Seguro que algo de esa apertura me acompañó en los primeros años de secundaria, en los cuales si bien ya no hubo un vínculo tan fuerte, seguía siendo un grupo relativamente afectuoso.

Otra posible explicación que hallé fue la siguiente: se dio en una conversación con una conocida, quien estudió en uno de esos colegios capitalinos de renombre, en el cual mantuvo el mismo grupo de compañeros desde el jardín de infantes hasta el fin del bachillerato -más de doce años-, momento en el cual realmente la vida que había vivido ella hasta entonces quedaba sepultada. ¡Por supuesto! Con mis compañeros de primaria yo pasé seis años. Perdimos los dientes, a las chicas nos vino la regla, a los chicos les cambió la voz, hicimos nuestro primer viaje al extranjero sin padres, nos conocíamos bien y, por todo el tiempo que pasamos, claro que el vínculo que se formó es significativo.

Y con estas dos ideas -que de niña era más amigable y que el tiempo compartido tiene que ver- me quedé, hasta que en la facultad, como suele pasar, viví algo inesperado: hizo falta un mes de carrera solamente para que me encariñara con el grupo. Me sentí rarísima. Yo, la insociable, la apática, llevándome bien con todo un grupo de estudiantes... no me parecía posible. Por mucho tiempo no razoné sobre ello, quería experimentar esa sensación de pertenencia a un grupo, de contención por parte de pares, que no sentía hacía muchos años.

Hasta que finalmente me acomodé a mi nueva condición. Se me ocurrió que, ya en esta etapa semiadulta -o adulta ya, no sé-, en la que somos altamente prejuiciosos, la facultad me ofreció la oportunidad de conocer personas que comparten mis mismos intereses, con las cuales puedo tratar temas que me atraen y con quienes, mayormente, tiendo a llevarme bastante bien. No tuve lugar de rechazar directamente a la gente, porque tuve lugar de conocerla primero y discernir luego si seguir o no la relación.

Hecha esta reflexión, me remonté al bachillerato: sí, a esa edad yo ya era prejuiciosa, y también lo eran mis compañeros, por eso no compartíamos, pero también tuvo muchísimo que ver el tipo de bachillerato. Las humanidades, las injustamente menoscabadas ciencias sociales, ese bachillerato que normalmente seguimos porque desconocemos que existen muchos otros que podrían ser más acordes para nosotros (mi caso. Me enteré de la existencia de mi bachillerato soñado cuando ya estaba casi en el último año) o porque tiene menos carga horaria y supuesta menos exigencia (mito, lo desmiento fuertemente, nos exprimieron igual) que los bachilleratos técnicos (caso de una amplia mayoría, el seguir «lo más fácil» para cumplir con la obligación).

Es decir, la gente reunida aquí viene por diferentes razones, y normalmente una de ellas no es el interés por el enfoque académico. Entonces, era un grupo, como decía antes, conformado por gente de todo tipo, con todo tipo de intereses, cuyo único factor común era la edad. Varias veces envidié el buen ambiente que, al menos aparentemente, tenían los demás bachilleratos. Y ahora sé a qué se debía. Eran personas interesadas en lo mismo, con metas similares, que tal vez por eso se llevaban mucho mejor que la gente de mi grupo. Claro, al culminar la etapa muchos redefinieron sus objetivos, pero al inicio todos tenían ambiciones similares. Y eso ciertamente propicia un entorno un poquitito menos podrido.

Aunque no me di cuenta sola de las bondades de la facultad como punto de encuentro de personas afines. Las distintas redes sociales me ayudaron bastante. Aquellas del método «agregar de forma recíproca» pueden ser comparadas con ese bachillerato: gente que conozco, gente obligada a que le lleguen mis ideas y cuyas ideas me llegan obligatoriamente a mí sin que necesariamente haya interés proveniente de alguno de los extremos. Y las del método «seguir sin reciprocidad obligatoria» pueden ser comparadas con el ambiente de la facultad: personas que no necesariamente conocía, pero que gustos, ideales, opiniones y objetivos similares a los míos, con quienes se comparte información sobre temas de interés común. Tras alta actividad en ambos tipos de redes sociales, terminé escogiendo participar más en el segundo.

Y aquí recuerdo un video que vi hace unos meses. Realmente no recuerdo el nombre, para poder recomendarlo, pero, básicamente, hablaba de cómo tendencias artísticas o de pensamiento (como una corriente literaria) surgían en puntos de encuentro creados para personas que compartían intereses (como un café literario) y de cómo en nuestros días podemos utilizar la internet para propiciar esos espacios.

Porque hacen falta. Dentro o fuera de la red, debemos crear e impulsar sitios en los cuales pueda converger gente con intereses comunes. Porque podemos tener excelentes ideas por nuestra cuenta, pero el aporte de otras personas con ideas parecidas pueden hacer que nuestra pequeña idea crezca de modos que no imaginamos. Y no solo eso: el codearnos con personas con quienes guardamos similitudes puede hacer que nosotros, como humanos, crezcamos también.