domingo, 27 de marzo de 2016

El poder del estímulo

Hoy recordé que hace casi tres años me tocó hacer mi primera práctica docente en un colegio. Cuando contaba a qué colegio iría (lo elegí poque quedaba cerca de mi casa en ese momento), escuché toda clase de comentarios: «Uy, ¿justo ahí?», «Que todos los dioses te acompañen», «Cuidate», etcétera. Todo con cara de preocupación y hasta miedo. Pero no sé qué tanto hay que temer de los estudiantes de un colegio, así que esperé a ir ahí para ver qué pasaba.

Cuando conocí a mi profesor guía, una persona maravillosa (quizá otro día les cuente sobre él), recuerdo que me dijo antes de empezar algo como: «Estos chicos vienen en su mayoría del bajo, de familias humildes, así que tenés que adaptarte a ellos para que no te creen problemas». También me pidió que no les dé la lectura de textos como tarea, sino que los hiciera leer en clase. Teniendo en cuenta estos consejos, entré.

El grupo con el que más tiempo pasé fue el segundo año (16-17 años), aproximadamente veinticinco alumnos. Aparte de todo lo que ya me dijeron, creo que lo que más me aterraba era que fueran como fueron mis propios compañeros cuando yo estaba en la secundaria. Pero no. Vi que los estudiantes no eran los revoltosos que me habían prometido. Al menos yo no vi eso. Lo que sí percibí fue que todos sentían una perpetua vergüenza y timidez.

Pasaron las semanas. En todo ese tiempo, me divertí mucho probando distintas técnicas de lectura. Estábamos estudiando una novela y, como teníamos la indicación de leerla EN CLASE, eso hicimos. Trabajando así, buscando diferentes maneras de hacer una misma cosa, que los chicos lean, noté algo. La timidez se iba desvaneciendo.

Salvo un alumno, Roque, que me llamó mucho la atención. Todos sus compañeros lo trataban de burro y solían burlarse de él. Hablando un poco con él, supe que no tenía buenas calificaciones en ninguna materia, y pude notar que ningún profesor esperaba demasiado de él. Pero yo no entendía por qué. Nunca lo entendí.

Cada vez que yo preguntaba sobre lo que leíamos, el que daba las respuestas más lúcidas era él. El que demostraba una comprensión más profunda sobre lo que leíamos era siempre él. Entendía lo que leía y era capaz de opinar y reflexionar al respecto. ¿Cuál era el problema? No superaba la timidez. Cada vez que respondía algo, lo hacía en voz tan baja que nadie lo escuchaba. Cuando yo le pedía que repitiera, para que todos escucháramos, negaba con la cabeza y decía: «No, nada, dejá nomás», como sintiendo que lo que quería decir no era importante.

Sentía vergüenza. No quería ser ante sus compañeros «el que sabía». Si él demostraba que sabía, que entendía, yo lo sé, se habría llevado burlas ni bien yo dejara la clase. Le habrían dicho que era un creído. Me esforcé mucho por hacerle sentir que todo lo que decía era válido y creo que, para cuando terminó mi práctica, entendió que, por lo menos conmigo, podía hablar con libertad.

Lamentablemente, mi práctica duró menos de tres meses y nunca más tuve la oportunidad de volver a la docencia, al menos por ahora. Me pregunto si Roque habrá continuado buscando estímulos para seguir, o si se habrá retraído nuevamente. Realmente me habría encantado seguir trabajando con él, porque tenía un potencial tremendo que, aparentemente, nadie veía. También, admito, me habría gustado impulsar a más gente joven a que vaya por el endemoniado y profano camino de estudiar Letras en este mundo que tanto menosprecia lo cultural.

No me cayeron todas estas ideas de inmediato, repito, mi práctica fue hace casi tres años, tiempo suficiente para pensar mil veces las cosas. Lo que aprendí y quiero que siempre todo el mundo tenga en cuenta es:

  • Docentes: jamás se dejen guiar por lo que cualquier persona les pueda decir sobre cualquier grupo. Van a entrar al aula con un prejuicio que puede no ser cierto. La experiencia comienza cuando conozcan a los alumnos. No importa qué vida tengan fuera del aula todas esas personas. Si están ahí, especialmente en las etapas no obligatorias de la educación formal, es por algo. Aprovechen eso. Ah, y leer de entrada, en la clase, es lo mejor que se puede hacer.
  • Gente en general: por favor, dejen de intentar bajar al que se destaca. No es ninguna amenaza. No por entender algo más que uno significa que alguien está presumiendo. En lugar de tirarle mierda, ¿qué tal si le pedimos que comparta un poco con nosotros de eso que sabe? Nos va a hacer bien a todos.
  • Gente que cree que la docencia no vale la pena: en solo tres meses sentí que pude hacer sentir valioso a alguien que se sentía inservible, y eso me hizo sentir a mí que valgo. Sí, ¡vale la pena una y mil veces!
Y a Roque, si lo ven, díganle que no se vaya a meter a Administración solamente porque no sabe qué hacer. Que no le haga caso a nadie, porque eso no le ha servido de mucho. Díganle que le va a ir bien si desarrolla sus aptitudes. Díganle, por favor, que puede ser todo lo que él quiera.

miércoles, 9 de marzo de 2016

Cuerpo en protesta (IV) - El cuerpo como reflejo de disciplina


Imagen: fondo difuminado de una persona levantando pesas. Encima, el texto «Le mostraré a todo aquél que dudó de mi capacidad para lograr grandes cosas que estaba equivocado».

Entre las razones para justificar por qué favorecemos cuerpos delgados, está la idea de la disciplina. Creemos que una persona es gorda porque se descuidó, porque no tiene la disciplina suficiente para seguir un régimen. Asumimos como hecho irrefutable que la persona obesa es perezosa. Que levante la mano quien nunca vio en algún lado una imagen de una persona obesa comiendo frente a un televisor como ejemplo cumbre de la holgazanería. Si no, que levante la mano quien nunca vio alguna imagen de gente atlética y musculosa con frases motivadoras de tinte «el que quiere, puede».

Aclaro que el ejercicio me parece algo estupendo y que no hay dudas de los miles de beneficios que tiene la salud, pero el problema es cuando se lo usa como excusa para avergonzar y humillar a otras personas y creernos superiores. Son dos caras de un mismo estereotipo. Puede ser que haya personas obesas desganadas, y puede ser que haya personas delgadas disciplinadas, pero no podemos aplicar esta generalización para cada ser humano. Porque, cuando hablamos de gente, siempre es así: no la conocemos hasta que la conocemos. Pero generalizamos porque nos es más fácil eso que tomarnos el tiempo de conocer a las personas y sus verdaderas motivaciones y frustraciones.

Y los estereotipos siempre tienen sus peligros. Algunos empleadores utilizan este prejuicio del gordo haragán abiertamente como excusa para no contratar personas obesas. Dicen que si una persona no tiene disciplina con su propio cuerpo no la tendrá en su trabajo, como si cinco minutos de ver a alguien pudieran decirte qué tan bien o mal puede hacer una tarea y qué tanto cuida su salud.

Ya sabemos que repudio completamente que en el trabajo se juzgue la apariencia (y el género, la raza, la orientación sexual, la clase social, la ideología política, la religión, etcétera) de una persona por sobre su trabajo, pero es exactamente eso lo que sucede. Más que disciplina o responsabilidad, lo único que buscan es sacarse de enfrente a la gente que no les gustaría ver en la entrevista (por este tema del ideal de belleza occidental que decía antes).

Además de la sola segregación, esta visión de que ser delgado es igual a ser disciplinado tiene una potente manera de asegurarle a la persona discriminada que esa situación es completamente culpa suya. Y en esta culpa tiene un gran papel el estereotipo del gordo perezoso: «estás así porque querés», «estás así porque no te dignás levantar el culo del sillón» (no hace falta aclarar que «así» significa «mal»); conclusiones sacadas a los cinco minutos de ver a alguien, sin siquiera haberle hablado. Conclusiones que ya ni hace falta que las saque un tercero, pues la misma víctima se apresura a culparse a sí misma para no desencajar en el mundo, que le dice que, si no puede cambiar su cuerpo para el agrado de los demás, por lo menos debe demostrar interés en hacerlo.


Por último, como aporte personal sobre la concepción de obesidad como igual a pereza: ¿mencioné que el año en que engordé tenía tres trabajos y estudiaba a la noche? Fue el momento de mi vida en que mi cuerpo llegó a su peso máximo y, coincidentemente, el momento en que más me reventé trabajando.