Hace
poco escuché que alguien se refirió a un par de adolescentes como
«Estos chicos, los autodenominados ateos».
Tal
vez fue paranoia mía, pero sentí cierta desaprobación en su tono,
que me incomodó muchísimo y me hizo pensar en dos cosas:
1.
Tal
vez la desaprobación que percibí venía de que los muchachos a los que
se refería este adulto eran adolescentes. Tenemos una muy
dañina
tendencia en nuestro trato con adolescentes y niños: no los tomamos
en serio. Actuamos constantemente como si las cosas que dicen no
tuvieran valor, como si las decisiones que toman no tuvieran peso en
sus vidas y como si sus intereses fueran algo efímero. Todo lo que
dice un adolescente es tomado como una gracia propia de la edad y
minimizado porque «ya se le va a pasar». Y a esto, solo tengo que
decir lo siguiente:
-Los
niños y adolescentes son PERSONAS. No son adultos, están creciendo,
pero son personas. Como tales, merecen que demostremos respeto hacia
sus opiniones y decisiones.
-Los
adolescentes no son estúpidos. Muchos adultos creen que los
adolescentes indefectiblemente
hacen todo mal, que no saben nada, que todo lo que piensan es
necesariamente incorrecto. Tal vez no tendrán desarrollada
plenamente la madurez, pero eso tampoco les va a suceder mágicamente
al cumplir 18. Es un proceso, diferente para cada persona. Hasta
diría que a alguna gente no le sucede nunca. Hay
muchas cosas que los
adolescentes no
saben, pero ¿acaso no somos todos ignorantes de una u otra manera?
Que
estén aprendiendo y creciendo no quiere decir que sean completos
inútiles. Son capaces de hacer reflexiones complejas y de sacar sus
propias conclusiones. Su edad no tiene, de ninguna manera, por qué
descalificar sus ideas.
-La
adolescencia es una etapa crucial en la formación de la
personalidad. Ahí es cuando definimos gran parte de quienes somos.
No deberíamos tomar tan a la ligera la identidad que forjan los adolescentes.
Los años dirán con qué decisiones de la adolescencia se quedarán
y cuáles dejarán, pero es necesario que tengan esa autonomía de
decidir por sí mismos. Si discrepamos
de lo
que deciden
ser, pero su
decisión
los hace felices y no hace daño a nadie, apoyamos y nos
aguantamos
el desacuerdo.
Punto. No hay discusión acá.
2.
La mayoría de los ateos provenimos de familias que en mayor o menor
medida nos inculcaron creencias religiosas desde el día uno.
Obviamente, pienso que esto está mal, que si bien hay que inculcar
valores no se debe forzar la religión. Pero no lo condeno tan
duramente porque sé que es algo que ocurre por costumbre, por
tradición, por tener toda la estructura social acomodada para que
sea mucho más fácil perpetuar la transmisión de creencias
religiosas que cuestionarlas. Si nosotros no nos hubiésemos
cuestionado lo que nos enseñaron o si no hubiésemos entrado en
desacuerdo con el adoctrinamiento, muy probablemente seguiríamos
creyendo. Entonces, digo: si no nos AUTODENOMINAMOS ateos, ¿quién
nos va a denominar? ¿Hay algo malo en decidir sobre la propia fe (o
falta de ella)? ¿Quién nos tiene que decir si somos o no somos
ateos? Estamos en todo nuestro derecho de autodefinirnos. No hay
absolutamente nada de malo en que nosotros mismos construyamos -y
digamos, sin miedo y sin culpa- lo que somos.