sábado, 29 de septiembre de 2018

La edad abandonada

Es ese momento del año en que me pongo sentimental con la preadolescencia. Yo recuerdo, entre los 9 y los 12 años, cómo era muy madura para algunas cosas y muy infantil para otras. Es una etapa muy difícil. Querés que te den más libertades, pero tampoco estás lista para tantas.

Extrañás cómo dibujabas y pintabas en prescolar, pero también querés ver novelas teen. Te gusta estar más alta y fuerte, pero te molestan los cambios en tu cuerpo que te recuerdan que estás dejando la infancia. Te gustan por igual los dos mundos, el infantil y el adolescente, pero un ratito nomás cada uno. Porque sabés que no sos parte de ninguno.

La gente no sabe cómo tratarte: algunas personas te hablan como si fueras muy pequeña, otras como si fueras más grande de lo que sos. Y a vos te gustan las dos maneras, pero te desagradan también. En verdad, vos tampoco sabés bien cómo querés que te traten.

Pese a toda esa lucha, recuerdo que ese periodo de mi vida fue la última vez en que las cosas estuvieron bien. Muy bien. Fueron momentos muy felices. Después llegó la adolescencia y me trajo su nubecita negra que se posó sobre mi cabeza, se quedó a vivir ahí y cada tanto me tira tormentas. Desde ahí no hubo vuelta atrás.

Por eso tal vez me siento tan esperanzada trabajando con niños de estas edades. Ese conflicto de madurez que se vive todos los días es fascinante pero también doloroso y necesita muchísima comprensión. Espero que con mi presencia hoy pueda aportar alguna que otra herramienta para que, cuando llegue el momento y la nube negra los persiga, ellos sí puedan espantarla.

jueves, 17 de agosto de 2017

Una de machos modernos

Chica bisexual, pansexual, homosexual, o tal vez heterosexual, pero que simplemente sos moderna, abierta y tolerante en general, atendeme. El macho progre anda utilizando la siguiente estrategia para disfrazar la cosificación que hace de tu persona:

Te pregunta alguna cosa (que no le incumbe) sobre tu vida sexual (de la que nunca será parte) y si vos (en tu justo derecho) no querés responderle, te tacha de cuadrada, de cerrada.

Te dice que no tendrías que tener problema en hablar de estas cosas si fueras tan cool. Que si realmente querés romper con los tabúes machistas tendrías que hablar abiertamente de tu vida sexual, que qué problema hay con eso. Sobre todo con él, un amigo en el que podés confiar.

No le creas. Bajo la máscara de modernillo, este neomachista lo único que quiere es morbosear con tu vida privada, convencerte de que le debés esa información y, si decidís no hablarle de algo que no es asunto suyo, echarte la culpa a vos y no a la mierda que tiene en su cabeza. Se estudió la teoría y la usará en tu contra para que nada cambie.

No digo que esté mal hablar de tu vida privada si así lo deseás, o que tu sexualidad tenga que ser un secreto. Solo digo que no tenés por qué dejar que te presionen para hablar de algo que no querés hablar. Hacé lo que quieras, siempre y cuando seas vos quien quiera, y no un machito moderno que se disfraza de buen tipo para poder seguir viéndote como objeto.

sábado, 10 de junio de 2017

Ateísmo adolescente


Hace poco escuché que alguien se refirió a un par de adolescentes como «Estos chicos, los autodenominados ateos».

Tal vez fue paranoia mía, pero sentí cierta desaprobación en su tono, que me incomodó muchísimo y me hizo pensar en dos cosas:

1. Tal vez la desaprobación que percibí venía de que los muchachos a los que se refería este adulto eran adolescentes. Tenemos una muy dañina tendencia en nuestro trato con adolescentes y niños: no los tomamos en serio. Actuamos constantemente como si las cosas que dicen no tuvieran valor, como si las decisiones que toman no tuvieran peso en sus vidas y como si sus intereses fueran algo efímero. Todo lo que dice un adolescente es tomado como una gracia propia de la edad y minimizado porque «ya se le va a pasar». Y a esto, solo tengo que decir lo siguiente:

-Los niños y adolescentes son PERSONAS. No son adultos, están creciendo, pero son personas. Como tales, merecen que demostremos respeto hacia sus opiniones y decisiones.

-Los adolescentes no son estúpidos. Muchos adultos creen que los adolescentes indefectiblemente hacen todo mal, que no saben nada, que todo lo que piensan es necesariamente incorrecto. Tal vez no tendrán desarrollada plenamente la madurez, pero eso tampoco les va a suceder mágicamente al cumplir 18. Es un proceso, diferente para cada persona. Hasta diría que a alguna gente no le sucede nunca. Hay muchas cosas que los adolescentes no saben, pero ¿acaso no somos todos ignorantes de una u otra manera? Que estén aprendiendo y creciendo no quiere decir que sean completos inútiles. Son capaces de hacer reflexiones complejas y de sacar sus propias conclusiones. Su edad no tiene, de ninguna manera, por qué descalificar sus ideas.

-La adolescencia es una etapa crucial en la formación de la personalidad. Ahí es cuando definimos gran parte de quienes somos. No deberíamos tomar tan a la ligera la identidad que forjan los adolescentes. Los años dirán con qué decisiones de la adolescencia se quedarán y cuáles dejarán, pero es necesario que tengan esa autonomía de decidir por sí mismos. Si discrepamos de lo que deciden ser, pero su decisión los hace felices y no hace daño a nadie, apoyamos y nos aguantamos el desacuerdo. Punto. No hay discusión acá.


2. La mayoría de los ateos provenimos de familias que en mayor o menor medida nos inculcaron creencias religiosas desde el día uno. Obviamente, pienso que esto está mal, que si bien hay que inculcar valores no se debe forzar la religión. Pero no lo condeno tan duramente porque sé que es algo que ocurre por costumbre, por tradición, por tener toda la estructura social acomodada para que sea mucho más fácil perpetuar la transmisión de creencias religiosas que cuestionarlas. Si nosotros no nos hubiésemos cuestionado lo que nos enseñaron o si no hubiésemos entrado en desacuerdo con el adoctrinamiento, muy probablemente seguiríamos creyendo. Entonces, digo: si no nos AUTODENOMINAMOS ateos, ¿quién nos va a denominar? ¿Hay algo malo en decidir sobre la propia fe (o falta de ella)? ¿Quién nos tiene que decir si somos o no somos ateos? Estamos en todo nuestro derecho de autodefinirnos. No hay absolutamente nada de malo en que nosotros mismos construyamos -y digamos, sin miedo y sin culpa- lo que somos.

sábado, 22 de octubre de 2016

El privilegio también es violencia


"El mensaje no debería tomarse más en serio porque lo diga un hombre". Fuente: Feminista Ilustrada.

Hace unos días que quiero quejarme sobre el tema del muchacho con el cartel que reclamaba que quería que las mujeres nos sintiéramos seguras (y que resultó tener denuncias de su ex), etcétera... Mil veces habrán visto circular la foto, así que no voy a repetir lo que ya saben. Voy a hablar de otra cosa.
Lo que me molestó desde el primer instante fue lo siguiente: parece que ya entendimos el concepto de violencia de género. Parece que ya entendimos el tema de la desigualdad. Parece que estamos entendiendo que esa dinámica opresiva está mal y está costando vidas. Todo perfecto eso. Pero lo que evidentemente no estamos entendiendo todavía es el privilegio.
Vamos a cambiar de contexto, a ver si se entiende. Imaginemos que una tribu indígena decide manifestarse para exigir, por ejemplo, una atención médica digna. Yo, paraguaya, no indígena, estoy de acuerdo con la causa y me uno a la protesta. Me apodero del micrófono y empiezo a discursear como una campeona acerca de las carencias que vive la tribu y la importancia de escuchar sus reclamos. Llamo la atención de los medios y mi cara se vuelve noticia.
Puede ser muy, pero muy noble mi intención, pero lo que estoy haciendo con eso es robarles espacio. Es opacar la voz de personas que sistemáticamente son silenciadas. Es hacer que la conversación se trate, una vez más, de mí y no de ellos.
Y algo así es lo que vi en la semana. Por todos lados fotos de hombres exigiendo seguridad para las mujeres. Quizá no tuvieron la intención de apropiarse de ese espacio ni de hacerse virales. A lo mejor parte de la culpa también está en nosotros por tomarnos más en serio los mensajes que nos manda alguien con privilegios que los mensajes de las verdaderas víctimas de opresión. Tal vez nos gusta más compartir el cartel del "tipo sensible que empatiza" que el cartel de la mujer que realmente fue víctima de violencia. Pero el abuso de privilegio, sea o no consciente, ocurrió.
Que nos sirva para hacer un poco de introspección y ver qué tanto hacemos esto en nuestro día a día. Qué tanto interrumpimos desde nuestra posición a la gente que tiene más dificultades para hacer llegar su mensaje. Qué tanto abusamos de nuestro privilegio.
Porque, por más a favor que yo esté de la causa de un sector marginalizado de la población, si no pertenezco a dicho sector, tengo que aprender a ceder espacio. Hablar menos sobre lo que yo creo que pasa. Escuchar lo que realmente sucede mediante experiencias de primera mano de la gente que sufrió lo que yo solamente me imagino. Llamar la atención de otros sobre el trabajo de estas personas, y no sobre el mío. Apreciar la lucha ajena sin apropiarme de ella.
En fin, cambiar un poco el enfoque y hacer que la conversación, que fue por siglos acerca de mí y los que son como yo, pueda ser por una vez acerca de otro.

domingo, 27 de marzo de 2016

El poder del estímulo

Hoy recordé que hace casi tres años me tocó hacer mi primera práctica docente en un colegio. Cuando contaba a qué colegio iría (lo elegí poque quedaba cerca de mi casa en ese momento), escuché toda clase de comentarios: «Uy, ¿justo ahí?», «Que todos los dioses te acompañen», «Cuidate», etcétera. Todo con cara de preocupación y hasta miedo. Pero no sé qué tanto hay que temer de los estudiantes de un colegio, así que esperé a ir ahí para ver qué pasaba.

Cuando conocí a mi profesor guía, una persona maravillosa (quizá otro día les cuente sobre él), recuerdo que me dijo antes de empezar algo como: «Estos chicos vienen en su mayoría del bajo, de familias humildes, así que tenés que adaptarte a ellos para que no te creen problemas». También me pidió que no les dé la lectura de textos como tarea, sino que los hiciera leer en clase. Teniendo en cuenta estos consejos, entré.

El grupo con el que más tiempo pasé fue el segundo año (16-17 años), aproximadamente veinticinco alumnos. Aparte de todo lo que ya me dijeron, creo que lo que más me aterraba era que fueran como fueron mis propios compañeros cuando yo estaba en la secundaria. Pero no. Vi que los estudiantes no eran los revoltosos que me habían prometido. Al menos yo no vi eso. Lo que sí percibí fue que todos sentían una perpetua vergüenza y timidez.

Pasaron las semanas. En todo ese tiempo, me divertí mucho probando distintas técnicas de lectura. Estábamos estudiando una novela y, como teníamos la indicación de leerla EN CLASE, eso hicimos. Trabajando así, buscando diferentes maneras de hacer una misma cosa, que los chicos lean, noté algo. La timidez se iba desvaneciendo.

Salvo un alumno, Roque, que me llamó mucho la atención. Todos sus compañeros lo trataban de burro y solían burlarse de él. Hablando un poco con él, supe que no tenía buenas calificaciones en ninguna materia, y pude notar que ningún profesor esperaba demasiado de él. Pero yo no entendía por qué. Nunca lo entendí.

Cada vez que yo preguntaba sobre lo que leíamos, el que daba las respuestas más lúcidas era él. El que demostraba una comprensión más profunda sobre lo que leíamos era siempre él. Entendía lo que leía y era capaz de opinar y reflexionar al respecto. ¿Cuál era el problema? No superaba la timidez. Cada vez que respondía algo, lo hacía en voz tan baja que nadie lo escuchaba. Cuando yo le pedía que repitiera, para que todos escucháramos, negaba con la cabeza y decía: «No, nada, dejá nomás», como sintiendo que lo que quería decir no era importante.

Sentía vergüenza. No quería ser ante sus compañeros «el que sabía». Si él demostraba que sabía, que entendía, yo lo sé, se habría llevado burlas ni bien yo dejara la clase. Le habrían dicho que era un creído. Me esforcé mucho por hacerle sentir que todo lo que decía era válido y creo que, para cuando terminó mi práctica, entendió que, por lo menos conmigo, podía hablar con libertad.

Lamentablemente, mi práctica duró menos de tres meses y nunca más tuve la oportunidad de volver a la docencia, al menos por ahora. Me pregunto si Roque habrá continuado buscando estímulos para seguir, o si se habrá retraído nuevamente. Realmente me habría encantado seguir trabajando con él, porque tenía un potencial tremendo que, aparentemente, nadie veía. También, admito, me habría gustado impulsar a más gente joven a que vaya por el endemoniado y profano camino de estudiar Letras en este mundo que tanto menosprecia lo cultural.

No me cayeron todas estas ideas de inmediato, repito, mi práctica fue hace casi tres años, tiempo suficiente para pensar mil veces las cosas. Lo que aprendí y quiero que siempre todo el mundo tenga en cuenta es:

  • Docentes: jamás se dejen guiar por lo que cualquier persona les pueda decir sobre cualquier grupo. Van a entrar al aula con un prejuicio que puede no ser cierto. La experiencia comienza cuando conozcan a los alumnos. No importa qué vida tengan fuera del aula todas esas personas. Si están ahí, especialmente en las etapas no obligatorias de la educación formal, es por algo. Aprovechen eso. Ah, y leer de entrada, en la clase, es lo mejor que se puede hacer.
  • Gente en general: por favor, dejen de intentar bajar al que se destaca. No es ninguna amenaza. No por entender algo más que uno significa que alguien está presumiendo. En lugar de tirarle mierda, ¿qué tal si le pedimos que comparta un poco con nosotros de eso que sabe? Nos va a hacer bien a todos.
  • Gente que cree que la docencia no vale la pena: en solo tres meses sentí que pude hacer sentir valioso a alguien que se sentía inservible, y eso me hizo sentir a mí que valgo. Sí, ¡vale la pena una y mil veces!
Y a Roque, si lo ven, díganle que no se vaya a meter a Administración solamente porque no sabe qué hacer. Que no le haga caso a nadie, porque eso no le ha servido de mucho. Díganle que le va a ir bien si desarrolla sus aptitudes. Díganle, por favor, que puede ser todo lo que él quiera.

miércoles, 9 de marzo de 2016

Cuerpo en protesta (IV) - El cuerpo como reflejo de disciplina


Imagen: fondo difuminado de una persona levantando pesas. Encima, el texto «Le mostraré a todo aquél que dudó de mi capacidad para lograr grandes cosas que estaba equivocado».

Entre las razones para justificar por qué favorecemos cuerpos delgados, está la idea de la disciplina. Creemos que una persona es gorda porque se descuidó, porque no tiene la disciplina suficiente para seguir un régimen. Asumimos como hecho irrefutable que la persona obesa es perezosa. Que levante la mano quien nunca vio en algún lado una imagen de una persona obesa comiendo frente a un televisor como ejemplo cumbre de la holgazanería. Si no, que levante la mano quien nunca vio alguna imagen de gente atlética y musculosa con frases motivadoras de tinte «el que quiere, puede».

Aclaro que el ejercicio me parece algo estupendo y que no hay dudas de los miles de beneficios que tiene la salud, pero el problema es cuando se lo usa como excusa para avergonzar y humillar a otras personas y creernos superiores. Son dos caras de un mismo estereotipo. Puede ser que haya personas obesas desganadas, y puede ser que haya personas delgadas disciplinadas, pero no podemos aplicar esta generalización para cada ser humano. Porque, cuando hablamos de gente, siempre es así: no la conocemos hasta que la conocemos. Pero generalizamos porque nos es más fácil eso que tomarnos el tiempo de conocer a las personas y sus verdaderas motivaciones y frustraciones.

Y los estereotipos siempre tienen sus peligros. Algunos empleadores utilizan este prejuicio del gordo haragán abiertamente como excusa para no contratar personas obesas. Dicen que si una persona no tiene disciplina con su propio cuerpo no la tendrá en su trabajo, como si cinco minutos de ver a alguien pudieran decirte qué tan bien o mal puede hacer una tarea y qué tanto cuida su salud.

Ya sabemos que repudio completamente que en el trabajo se juzgue la apariencia (y el género, la raza, la orientación sexual, la clase social, la ideología política, la religión, etcétera) de una persona por sobre su trabajo, pero es exactamente eso lo que sucede. Más que disciplina o responsabilidad, lo único que buscan es sacarse de enfrente a la gente que no les gustaría ver en la entrevista (por este tema del ideal de belleza occidental que decía antes).

Además de la sola segregación, esta visión de que ser delgado es igual a ser disciplinado tiene una potente manera de asegurarle a la persona discriminada que esa situación es completamente culpa suya. Y en esta culpa tiene un gran papel el estereotipo del gordo perezoso: «estás así porque querés», «estás así porque no te dignás levantar el culo del sillón» (no hace falta aclarar que «así» significa «mal»); conclusiones sacadas a los cinco minutos de ver a alguien, sin siquiera haberle hablado. Conclusiones que ya ni hace falta que las saque un tercero, pues la misma víctima se apresura a culparse a sí misma para no desencajar en el mundo, que le dice que, si no puede cambiar su cuerpo para el agrado de los demás, por lo menos debe demostrar interés en hacerlo.


Por último, como aporte personal sobre la concepción de obesidad como igual a pereza: ¿mencioné que el año en que engordé tenía tres trabajos y estudiaba a la noche? Fue el momento de mi vida en que mi cuerpo llegó a su peso máximo y, coincidentemente, el momento en que más me reventé trabajando.

martes, 23 de febrero de 2016

Mi nombre y yo

Bueno, aparentemente, hay gente que cree que Yerutí es un nombre de varón. Si bien sé que soy un poco chongo, si bien sé que los nombres pueden resignifcarse, y si bien sé que la identidad la hace uno, por lo general Yerutí se usa para las nenas.
Esta es solo una de las miles de confusiones antroponímicas que pasé en la vida, pero me volvió a recordar que apoyo y promuevo que usen más nombres en guaraní, para que nos vayamos acostumbrando a escuchar esas olvidadas palabras agudas y escuchar a quienes nombran.
Sí, toda la vida te picha que la gente se ría, que piense que es un apodo, que no crea, que te haga repetir tu nombre cien veces, etcétera. Pero después te das cuenta de que soportar toda esa estupidez te queda bien, tener un nombre "no común" te queda perfecto, porque vos no sos común y no podrías serlo nunca.
También, independientemente de tu relación personal con tu paraguayidad y de que puedas o no defenderte hablando en guaraní, admito que sentís un cierto orgullo de resonar, de que tu nombre delate tu origen y tu cultura. Inclusive la grafía castellanizada delata la época en que nací y la poca importancia que se le daba (y da) a aprender ortografía guaraní.
Muchas veces quise un nombre "normal", pasar rápido cuando llamaran una lista, no tener que enseñar pronunciación ni dar explicaciones, que nadie se diera vuelta a mirarme raro cuando cantábamos "Asunción" en la escuela (ni olvido ni perdón, profe de música), que nadie se burlara o se riera, y, después de hoy, que nadie me llamara "señor". Pero, a pesar de todo eso, me gusta que mi nombre diga algo, que sea una postura política, un reclamo de identidad y una muestra de la triste diglosia. Me gusta ser una protesta andante. Me gusta que mi nombre cuente un poquito más de historia que otros nombres.
Así que, si me preguntan, sí, es un poco incómodo a veces, pero satisfactorio en general. Adelante, no tengan miedo de poner un nombre así a sus chiquillos/as, que les aseguro que se van a formar una personalidad de la gran siete.