viernes, 21 de diciembre de 2012

«Relaciones diplomáticas»

Puede que este sea el momento apropiado para volver a delimitar ciertas interacciones con ciertas personas. Es verdad que esto es algo que todos hacemos cada tanto, inclusive sin darnos cuenta, pero tal vez en este momento las circunstancias se presten para llevarlo a cabo conscientemente y, ¿por qué no?, para detenerme a analizar, así sea tan solo de modo superficial, los motivos que me conducen a desear esta reorganización. 

Básicamente, sigo siendo yo, aunque ya no soy la misma. Conservo mi posición de siempre acerca de muchas cosas, pero no puedo ni debo negar que he cambiado, que estoy cambiando y que cambiaré más aun en el futuro. Crezco, conozco más, sé más, y eso me hace diferente a la que era hace unos años: más sensata, más preparada, más tolerante. Más pulida. Menos egoísta. Mejor persona, o por lo menos con más ganas de serlo. 

Y aquí es donde entro a chocar con algunas de mis relaciones. No se puede, por supuesto, coincidir en todo con todos. Las diferencias son necesarias y enriquecedoras, así que no precisamente por chocar voy a evitar todo contacto con quien choque conmigo, pues es importante que diferentes puntos de vista se alimenten mutuamente. 

Hay que tener presente, también, que en los casos de choque irreconciliable en los cuales las diferencias son tantas que no se puede hablar prácticamente de nada, no necesariamente responderé con total odio hacia la persona con quien estas diferencias se presenten.

Pero, cuando todo diálogo es insostenible, posiblemente convenga alejarme un poco. Noté la existencia de personas que parecen haberse estancado en el momento en que las conocí, sin asimilar los miles de cambios que han sucedido desde entonces; que piensan que tienen la razón en todo momento; que siempre evitan el cruce de ideas. Noté, y no sé cómo no me di cuenta antes, que quienes se muestran conservadores extremos en algún punto, fácilmente pueden mostrarse conservadores extremos en el resto de los puntos que se puedan debatir. Se resisten a lo desconocido cuando lo desconocido existe y modifica lo conocido constantemente.

Por esta actitud, entonces, tan opuesta a la mía de intentar manejar lo mejor posible la diversidad y los cambios, es que se ocasiona un choque irreconciliable. Así que en esto consistirá la restructuración que pretendo hacer: por mi bienestar y por bienestar de ellos, creo que lo más apropiado (al menos momentáneamente) es evitar el contacto y acercarme, en cambio, a personas que puedan enseñarme y aprender de mí, que estén dispuestas a escucharme y que las escuche. Un cambio de mis relaciones, en fin, que espero me haga bien, aunque no sé qué tan «diplomático» sea realmente.

domingo, 9 de septiembre de 2012

Antitacones y antisostenes

Un par de personas a las que desearía conocer y con las que desearía hablar seriamente son las siguientes: quien sea que haya popularizado los tacones y quien sea que haya popularizado los sostenes.

Sabemos que los calzados altos -que dan más estatura y una postura más «elegante»-, así como las prendas que sujetan los pechos, datan de varios siglos atrás. Es más, anteriormente hacían sufrir a sus portadoras mucho más que ahora con esas plantillas imposibles o esas varillas de hierro que reubicaban todos los órganos internos como podían.

Pero eso no quiere decir que no se sufra ahora. Los tacos son una crueldad por donde se los mire: deforman, incomodan y, sobre todo, ocasionan dolor. Son tan crueles que, a sabiendas de todo esto, nos siguen pareciendo bellos. Seguimos deseándolos y seguimos pensando que nos hacen ver mejor. Son tan infames que nos terminamos acostumbrando a usarlos hasta el punto en que resulta más fácil caminar con ellos que con zapatos planos. Mientras tanto, los zapatos más prácticos y cómodos son unos marginados de la estética.

Lo mismo con los sostenes: es verdad que ya no nos encorsetamos de la cadera al cuello, pero sigue siendo un sufrimiento la cuestión de la sujeción. Es que, si bien no hay nada mejor que andar suelta, a veces es necesario un poco de soporte: al correr, al hacer ejercicio, etcétera, ya que los senos que saltan pueden llegar a ocasionar dolor. Pero usar la necesidad de agarre como excusa para inventar corpiños imposibles es algo cruento.

Hay de todo: telas que irritan, aros que se rompen y se incrustan en la piel, rellenos que proporcionan dimensiones irreales (esto a algunas les gusta, no juzgo), colores y diseños inimaginables. Todo esto en medidas estandarizadas que se venden al por mayor, como si todas fuéramos iguales. Al final, terminamos conformándonos con un sostén que se cierre bien en la espalda, pero con breteles largos; o uno con los breteles bien, pero que nos queda o muy chico o muy grande en los pechos; o cualquier otro problema, que pensamos es culpa nuestra por no ser como el maniquí que lo exhibe. Con todo eso, también optamos por lo más «lindo», mientras un eficiente y confortable sostén deportivo queda descartado, por feo.

En mi caso, mi asimétrico cuerpo hace tiempo que se resignó a no ser alto y a la inexistencia del soutien perfecto. Tampoco es sencillo, pero se sufre mucho menos. Tal vez haya otras personas en el mundo que piensen que esto es razonable. Digo.

viernes, 3 de agosto de 2012

Posibles efectos colaterales del feminismo

Me imagino en unos años más, no muy diferente a lo que soy ahora, firme en mis posturas. Soltera, probablemente. Sin hijos, de eso no hay duda. Y voy a estar muy feliz con esa vida.

Lo que no había pensado es que, a los ojos de mucha gente, voy a ser la típica "solterona amargada", sin querer. No se me había ocurrido que, en vez de una elección de cómo vivir mi vida, lo que tendré parecerá a muchos una consecuencia de mi supuesto mal humor. Porque la gente todavía seguirá pensando que, si una persona no se casó y no tuvo hijos a cierta edad, es porque algún problema tiene. No pueden contemplar que algunos simplemente eligen vivir de otra forma.

Esta elección mía probablemente ayude a perpetuar el mito de que las solteras somos amargadas, que necesitamos una pareja (hombre, claro, ¿qué pensás) y ser madres para llegar a la autorrealización. En mi caso, el estilo de vida solteril y la práctica de quejarme y criticar lo que se me antoje son una coincidencia. Sin embargo, es muy fácil usar esta coincidencia para generalizar.

Entonces, muchas personas podrían hacer relaciones absurdas, como: «tiene cierta edad, no tiene hijos, está soltera y se queja por todo. ¡Es amargada porque no ligó un esposo a tiempo!». Para más drama, podrían añadir: «Seguro que es lesbiana».

Me preocupa mucho, verdaderamente, que ejemplos aislados como este sean tomados por la gente para hacer creer a las chicas que el defender sus derechos las volverá malhumoradas, arrugadas, feas y solteronas. Que hagan uso de casos muy concretos para hacer creer que la única meta posible en la vida de una mujer es precipitarse tras el primer imbécil que se encuentre para no ser como «esas feministas tristes, solas, viejas y feas».

Tal vez este escenario suene un poco extremo, pero yo lo siento peligrosamente cerca. Si llegara a suceder algo así, es posible que me pregunte algunas veces si todo el esfuerzo habrá valido la pena, que me tambalee un poco.

Pero hay que animarse.

jueves, 5 de julio de 2012

Nuevas expresiones escritas


Mi «preocupación» es la siguiente: cuando se escribe un texto de opinión levemente extenso, es difícil que sea leído. Sin embargo, cuando ese texto es compartido en compañía de una imagen, o inclusive cuando el mismo es una imagen propiamente dicha (por ejemplo, la foto de un graffiti o un fondo de color con letras llamativas encima), es más probable que sea leído y recompartido.

Esto me recuerda que, hace poco, hablaba de algo similar con un amigo que es artista visual. Yo le decía que normalmente detesto que los textos vayan acompañados de imágenes, especialmente cuando se trata de textos literarios. Digamos que, en textos más objetivos, como los científicos o periodísticos, es útil y a veces necesaria la presencia de imágenes. Pero en la literatura, la mayoría de las veces, me parece que otra persona está interfiriendo en mi interpretación del texto, lo cual me estorba muchísimo.

Él, sin embargo, me decía que precisaba de las imágenes para poder soportar la densidad de tantas palabras juntas y como ayuda para comprender el texto. Fue un interesante minidebate que creo que nos enseñó un poquito a ambos.

Es que, como escritora y lectora, me interesa el poder que pueda tener una obra, las meras palabras escritas, en la imaginación del quien la lea. Pero también, como amiga de las innovaciones, debo reconocer que probablemente las imágenes pueden ser una ayuda para llegar a más personas y que no hay que ceñirse tanto a una sola forma de expresión.

Si bien es cierto que el texto por sí solo es en extremo poderoso, es posible que vayan surgiendo nuevas maneras de potenciarlo en los tiempos que vengan.

martes, 12 de junio de 2012

Una historia más de usar y tirar

Hace poco, en la búsqueda de cierto producto cosmético, tuve que revolver muchas cosas antes de encontrarlo. Fue ahí que me di cuenta de que poseía una cantidad innecesariamente grande de productos de cuidado personal: que exfoliantes, que astringentes, que humectantes, que limpiadores de cutis, que tratamiento capilar... En fin, de todo.

También me di cuenta de que realmente no utilizaba ni la mitad de todas esas cosas. Algunas de mis lociones ya llevaban unos cuantos meses vencidas, con algún cambio en su consistencia, o ambas cosas, de tanto tiempo que hacía que no les daba uso. Fue una decepcionante revelación de cuántas cosas había comprado en vano.

Honestamente, no me sentí contenta conmigo misma por esto. Me tomé un momento para definir cuáles son las cosas que realmente necesito y que uso con frecuencia y, también con pesar por generar basura, tiré todo eso que no me servía.

Pero la reflexión no terminó allí. Traté de averiguar qué fue lo que me llevó a comprar tantas cosas que no necesitaba y que de todos modos no tenía modo alguno de utilizar al mismo tiempo, por la ilógica acumulación. Un pequeño ejemplo es el de dos o tres productos para la piel cuyas instrucciones decían que tenían que ser usados a la noche: ¿acaso me iba a colocar uno sobre otro? ¿Y esto me iba a hacer bien? ¿Y a qué hora, si apenas tengo tiempo?

Yo tenía todo lo necesario para mantener una buena apariencia. No usaba nada, pero lo tenía todo. Porque las mismas empresas que fabrican esos productos se habían encargado de convencerme de que los necesitaba, de que mi piel era fea, mi cabello era feo, mis manos eran feas, yo era fea y me quedaban pocos años antes de que comenzara el irreversible proceso de envejecimiento. Tenía que actuar de inmediato, lo cual, al precio de una botella de shampoo, realmente era una ganga.

Pero no funcionó. Mi estilo de vida -ajetreo, mala alimentación, poco e irregular sueño, sedentarismo- siguió haciendo estragos en mí, y no hubo crema que me solucionara ese problema... si es que acaso tenía tiempo de recurrir a alguna. Queda claro que la respuesta no es bañarme en pociones mágicas, sino cambiar mis hábitos por unos más saludables.

Así que me propuse dejar de hacer caso a al bombardeo que recibo de juegos directos con mi autoestima e intentar consumir en adelante no más de lo necesario. Esto algo aplicable a muchos otros ámbitos más allá del cuidado personal: con demostrarnos que "somos feos" o que "no estamos bien" nos terminan enchufando ropa, electrodomésticos, comida y todo lo que uno pueda imaginar para encaminarnos hacia lo deseable, para facilitar nuestras vidas. Que no funcione o que no demos uso a gran parte de lo que nos ofrecieron no importa más, porque ya hemos comprado. Y no, no apuntan exclusivamente a la vanidad femenina, apuntan a la vanidad del ser humano, que así el público es más amplio.

Escapar de eso no es un proceso fácil, y no puedo asegurar que lo terminaré con éxito, pero lo tomo como un desafío. Claro que todavía quiero un cabello sin frizz, todavía me pinto las uñas de distintos colores, quiero oler bien, verme bien, aunque sea de vez en cuando, y para ello sigo utilizando una pequeña colección de productos de cuidado personal (lo más pequeña posible, pero ahí está, existe). Sigo respondiendo a mis propios parámetros estéticos. O al menos creo que son mis parámetros, porque, en su mayoría, sé que han sido impuestos por mi cultura.

Mi bagaje personal, del cual no hablaré detalladamente, involucra a una joven que recién sale de una adolescencia minada de altas expectativas sobre su apariencia. Ser mujer no ayudaba, seguro; tampoco ser bajita y rellenita; y mucho menos el no compartir casi ninguna afinidad con otras personas de mi edad. Un bagaje individual cuyo límite con lo social no está bien marcado. 

Y es así cómo yo, enfrentada siempre entre lo que me gusta a mí y lo que le gusta al resto del mundo, acabé intentando complacer a todos sin realmente dar gusto a nadie. Especialmente a mí: nunca satisfecha, pero siempre exigiendo más, segura de que los cosméticos estarían ahí para hacer lo que yo no pudiera hacer. Es gracioso cómo siempre actué como si no me interesaran esas cosas, y todavía lo hago, pero resulta que yo también, falible humana, no me agrado si no interfiero con lo que de otro modo haría la naturaleza conmigo. Y sé que no soy la única en el mundo.

Pero aquí voy. Planeo replantearme constantemente qué es lo que realmente necesito y qué es banal lujo. Dejarme engañar menos. Tratar de cuidar mi salud desde el principio y no cuando aparezca algún problema. Llevarme mejor conmigo mismo y con la naturaleza. Informarme más. Ser realista. Proteger mi conciencia y mi libertad. No pretendo forzar a nadie a que actúe como yo, pero sí quiero apoyar y recibir apoyo de otras personas que también piensan que nuestras prácticas de consumo, aunque a veces ni sean culpa nuestra, son inadecuadas desde la médula y que pretenden hacer de su siglo XXI un siglo menos desechable.

jueves, 7 de junio de 2012

Timidez intimidante

No me considero una persona tímida. Al menos no siempre. La mayoría de las veces, me parece que me defiendo bastante bien en conversaciones con personas que conozco recién y que mi valentía de hablar con un extraño está dentro de lo aceptable.

Pero algo de lo que me he dado cuenta recientemente es que cuando las otras personas son tímidas, yo me descontrolo. Del motivo de esto también me di cuenta hace muy poco, y es el siguiente: yo no me doy cuenta de que son personas tímidas.

Personas retraídas, calladas, que no participan en las conversaciones, que no emiten opinión y parecen aceptar toda decisión grupal sin que el grupo sepa si están o no realmente conformes. Son simplemente tímidos, pero a mí me cuesta mucho notarlo. En mis intenciones de estar en paz con más o menos todo el mundo, de que mis grupos sean lo más democráticos que se pueda y de un liderazgo atrofiado y fallido, la primera impresión que tengo es que esas personas son soberbias. Sí, siento que se creen demasiado importantes como para dirigirme la palabra. Pero casi siempre solo son tímidos.

Esta impresión mía tal vez se alimente bastante de las redes sociales y de mi ingenuidad al creer en ellas. Veo un perfil, veo una persona con opiniones, con intereses, con mucho que decir... pero que en persona no me dice nada. Jamás se me ocurre atribuir este silencio a su timidez, sino que invento una altanería, tal vez para minimizar mi propio fracaso.

Porque frustra, y mucho, apuntar desde todos los ángulos para hacer hablar a esa persona y que no responda. Llega un punto en que yo, la persona que normalmente no hablaría más de lo necesario, me encuentro hablando hasta por los codos, contando chistes estúpidos, opinando sobre nimiedades, desesperada por preguntar algo que no se pueda responder con monosílabos. ¿Por qué? Porque el vacío de la otra persona me intimida.

Me vuelvo un bufón al servicio del sentido del humor del otro. A veces funciona y puedo hacer que la persona se suelte un poco y me hable, pero otras veces quedo como una cotorra imparable. Y lo peor, a veces, después de terminada la conversación, la otra persona se atreve a decirme una sola cosa: ¡que no la dejé hablar! ¡Pero por favor!

En resumen, una lluvia de malentendidos. Ni yo quise ser invasiva, ni la otra persona quiso ser soberbia, pero eso parecimos. Lo feo de esto, desde mi perspectiva, es que por culpa de estas situaciones yo siento que me pierdo la oportunidad de conocer mejor a personas muy interesantes: tengo en mente varios casos de personas tímidas que transitaron cerca de mi vida, pero no tuve la paciencia de perseverar con ellas y, como resultado, lo que pudo haber sido una amistad fecunda se perdió desde el saludo.

Por mi parte, me empeñaré en ser menos apresurada al elaborar en mi mente los perfiles de la gente, me tomaré más tiempo en analizar si realmente una persona es lo que parece ser y trataré de detectar su timidez, si la hay, porque todos la tenemos en cierta medida, pero cierta gente la sufre.

Y aprovecho este espacio para pedir a los tímidos que hagan también su parte: traten de darse cuenta de que hay gente que desea conversar con ustedes, pero que si ustedes no dicen nada no se puede llegar a ningún lado. Anímense, suéltense, equivóquense, no tengan miedo. Piensen que la otra persona es igual de falible que ustedes. Entiendo que muchas situaciones los abruman, pero sepan también que, del otro lado, su timidez puede intimidar.

sábado, 5 de mayo de 2012

De huéspedes del idioma

El Diccionario Panhispánico de Dudas, disponible en http://rae.es/rae.html, contiene la siguiente información acerca de la palabra «huésped»:

«El latín hospes, -itis, del que deriva esta voz, significaba en un principio ‘persona que da alojamiento a otra’, sentido al que se añadió después el de ‘persona que se aloja en casa de otra’. El castellano huésped heredó ambos sentidos y llegó a significar, incluso, ‘dueño de una posada o pensión.»

Es curioso cómo la palabra en su sentido original designa a la persona que efectúa la acción de dar hospedaje, pero, a fuerza del uso «incorrecto», terminó designando también - y más frecuentemente- a la persona receptora de esta acción. El fenómeno, sobre el cual, en este caso particular, reconozco que no he investigado a profundidad, me recordó a lo que sucede en Paraguay (y quizás también en alrededores) con el término prestar.

Sabemos que la acepción más común de prestar es, y cito esta vez al Diccionario de la Lengua Española, disponible también en el sitio de la Real Academia Española: «Entregar algo a alguien para que lo utilice durante algún tiempo y después lo restituya o devuelva».

Entonces, cuando decimos, por ejemplo «Yo presté un lápiz», es de esperar que se comprenda que «se lo di temporalmente a alguien». Sin embargo, en Paraguay, la connotación no es tan clara, pues la frase puede comprenderse también como «Alguien me prestó un lápiz».

Similar es el caso, pues de referirse a la persona que realiza la acción (esta vez con todo el sentido, ya que es un verbo), pasó con el uso a hablar de quien la recibe. Pero esta connotación que le dan algunas personas aquí, algo así como «recibir algo de alguien por un tiempo para después restituirlo o devolverlo» no aparece todavía entre las ocho acepciones de este diccionario: http://buscon.rae.es/draeI/SrvltConsulta?TIPO_BUS=3&LEMA=prestar.

Todavía no tenemos la «bendición» de la RAE, a pesar de que la mayoría del pueblo paraguayo utiliza a diario tanto la connotación original como la creada por nosotros. No considero inadmisible el uso que le es dado en mi país, porque, como demostré con huésped, el cambio de significado de un mismo significante es un proceso natural que sufren las lenguas vivas.

Todo esto me recuerda a unas anotaciones de un profesor que tuve el año pasado, Diego Florentín, en el cual menciona en una parte el término llavear, que acá venimos diciendo hace años (hasta me animo a decir décadas). Es una palabra que, personalmente, me parece perfectamente lógica y mucho más económica que decir «cerrar con llave». En el diccionario, esta palabra ya existe como vocablo «bendecido» y «correcto», pero con la dichosas abreviaturas «Arg. y Par.» (aclaro que, para términos regionales, las abreviaturas de los países van en orden alfabético y no en orden de quién usa más la palabra). Lo que quiero hacer notar es que fue necesario que el paraguayo salga del país y tenga contacto e intercambio con el argentino para que el término se propague y, como Argentina sí tiene voz y voto, termine apareciendo en el Diccionario. Nada más busquemos candadear, palabra que, al igual que llavear, se acuñó en estas tierras, con una lógica muy parecida. Veremos que, como el término no fue tan popular fuera de las fronteras, «no existe» en el diccionario, no es parte de nuestro idioma.

¿Y qué tienen de aberrantes ambos términos? Si han sido creados cientos de verbos a partir de sustantivos durante los siglos de vida que tiene nuestro idioma: manchar (de mancha), apuñalar, (de puñal), etc. La derivación, otro proceso totalmente natural en una lengua viva.

Que todavía nada de esto que pasa por acá sea tenido en cuenta por Su Majestad la RAE es una muestra de la falta de representación que tenemos los paraguayos en el mundo hispanohablante, lo cual hace pensar seriamente en dos cosas: ¿qué rayos hace nuestra Academia local? y ¿qué tanto control puede tener un órgano regente centralizado sobre una lengua con demasiado alcance, con demasiados matices, con demasiada vida, mientras que existen idiomas con expansión similar (como el inglés) que no poseen órgano regente alguno? Si bien vivimos en una nación políticamente independiente, es obvio que, lingüísticamente, seguimos colonizados.

domingo, 18 de marzo de 2012

¿Cómo hemos llegado hasta aquí?


Normalmente me sucede que pienso en algo, lo analizo, y que esa idea da lugar a otras ideas y termino en alguna conclusión que nada tiene que ver con el tema que dio inicio a mis reflexiones. Hace unos minutos, esta fue mi lluvia de divagues:


Si es que alguna vez me estabilizo, quiero irme a vivir lejos de la ciudad, en un lugar más tranquilo... Me jodería muchísimo, si soy una persona urbana, malcriada, acostumbrada a esto, pero creo que me adaptaría. Pero este caos en que se está convirtiendo la capital es insoportable, y realmente no me interesa ser parte de él. Quiero trasladar toda mi vida, así no dependo de viajar al centro, no dependo del transporte público, no dependo de los combustibles fósiles, no dependo del desastre. Sería lindo vivir con un patio con árboles y poder ir caminando o en bicicleta a donde necesite. Podría considerar mudarme al campo.


Aunque aquí salta otra cuestión: la vida rural en el país está desapareciendo. Ciudades del interior que hace cinco años eran conocidas por ser "campaña" y quedar "en la loma del orto" ahora tienen rutas de acceso en buen estado, un centro donde el movimiento comercial está creciendo locamente, vida urbana. Ese un fenómeno interesantísimo de investigación. En mi misma zona (Mariano) puedo dar fe de esta radical transición: hace dieciséis años, esto era considerado campo, una ciudad ganadera de vida semirrural. En todo este tiempo, la ruta principal se ensanchó, se abrieron numerosos locales comerciales, se empezó a mudar más gente, los terrenos aumentaron de valor. Ahora es una ciudad, nuestra vida es completamente urbana y desplazamos a la zona de, por ejemplo, San Lorenzo como principal punto de acceso por tierra a la capital (de Bolivia, de Argentina, del Chaco, de Concepción, de Santaní, de todas partes, ahora ingresan a Asunción por acá, y no por allá).


Me arrepiento enormemente de no haber tomado fotos de todo este proceso, o documentarlo de alguna otra manera, pero también debo admitir que todo sucedió sin que me diera cuenta. Igualmente, no es tan tarde: puedo comenzar ahora, porque sinceramente todavía veo que la zona tiene todavía mucho jugo por exprimir, y que no lo van a desaprovechar. Una lástima que el "crecimiento" sea tan desordenado y que el resultado final no vaya a quedar muy prolijo que digamos, pero está claro que todo lo hecho y todo lo que se hará es irreversible.


Será cuestión de conseguir un poco de tiempo y consultar con los propietarios de los negocios, ver si me pueden prestar fotos de las fachadas de sus tiendas, hablar con gente, cosas así... para ir armando esta historia que ocurrió sin que nos percatáramos de ella.

miércoles, 29 de febrero de 2012

Del aislamiento a la tertulia


Muchas palabras he escuchado sobre el último año del colegio, casi todas ellas cargadas de nostalgia y cariño hacia esa etapa «tan linda» que representa el vivir con tus demás compañeros adolescentes un montón de anécdotas que nunca olvidarás. Bueno, no puedo decir que opino igual. Para mí, el último año de colegio fue el alivio a años de incomodidad. Acá se acabó esto de venir obligada a formarme en temas asignados a nivel nacional con gente de mi misma edad, de soportar y que me soporte todos los días gente que no por haber nacido el mismo año necesariamente tenía alguna otra semejanza conmigo.

No fue el único final de etapa educativa que he vivido, ¿pero por qué fue tan diferente? Lo comparé con otros finales: al terminar la primaria, me destrocé, me dolió inmensamente alejarme de mi infancia y de los amigos que hice en ella, quería quedarme ahí, sin desprenderme. Tres años más tarde, cuando terminaba el noveno y me arrojaba al trecho último, si bien en el momento exacto de culminación del ciclo no sentí nada especial al respecto, cuando comencé el bachillerato extrañé un poco la suerte de unidad que tenía en mi grupo anterior de compañeros. A mis nuevos compañeros, me cerré completamente. No hubo manera en esos tres tortuosos años finales de que me integrara al grupo (aunque hice pocas amistades que todavía conservo). Con cierta gente no pensaba hablar nunca, y en ciertas actividades no pensaba participar. Hasta aquí suena a un problema personal de relacionamiento, que no descarto, pero en realidad todo ese grupo era bastante heterogéneo y para nada unido.

En aquél entonces, encontré una explicación para semejante situación en la ingenuidad de la infancia y la desconfianza del proceso de madurar: claro, si cuando estaba en la primaria todos éramos amigos tras hablar cinco minutos. Seguro que algo de esa apertura me acompañó en los primeros años de secundaria, en los cuales si bien ya no hubo un vínculo tan fuerte, seguía siendo un grupo relativamente afectuoso.

Otra posible explicación que hallé fue la siguiente: se dio en una conversación con una conocida, quien estudió en uno de esos colegios capitalinos de renombre, en el cual mantuvo el mismo grupo de compañeros desde el jardín de infantes hasta el fin del bachillerato -más de doce años-, momento en el cual realmente la vida que había vivido ella hasta entonces quedaba sepultada. ¡Por supuesto! Con mis compañeros de primaria yo pasé seis años. Perdimos los dientes, a las chicas nos vino la regla, a los chicos les cambió la voz, hicimos nuestro primer viaje al extranjero sin padres, nos conocíamos bien y, por todo el tiempo que pasamos, claro que el vínculo que se formó es significativo.

Y con estas dos ideas -que de niña era más amigable y que el tiempo compartido tiene que ver- me quedé, hasta que en la facultad, como suele pasar, viví algo inesperado: hizo falta un mes de carrera solamente para que me encariñara con el grupo. Me sentí rarísima. Yo, la insociable, la apática, llevándome bien con todo un grupo de estudiantes... no me parecía posible. Por mucho tiempo no razoné sobre ello, quería experimentar esa sensación de pertenencia a un grupo, de contención por parte de pares, que no sentía hacía muchos años.

Hasta que finalmente me acomodé a mi nueva condición. Se me ocurrió que, ya en esta etapa semiadulta -o adulta ya, no sé-, en la que somos altamente prejuiciosos, la facultad me ofreció la oportunidad de conocer personas que comparten mis mismos intereses, con las cuales puedo tratar temas que me atraen y con quienes, mayormente, tiendo a llevarme bastante bien. No tuve lugar de rechazar directamente a la gente, porque tuve lugar de conocerla primero y discernir luego si seguir o no la relación.

Hecha esta reflexión, me remonté al bachillerato: sí, a esa edad yo ya era prejuiciosa, y también lo eran mis compañeros, por eso no compartíamos, pero también tuvo muchísimo que ver el tipo de bachillerato. Las humanidades, las injustamente menoscabadas ciencias sociales, ese bachillerato que normalmente seguimos porque desconocemos que existen muchos otros que podrían ser más acordes para nosotros (mi caso. Me enteré de la existencia de mi bachillerato soñado cuando ya estaba casi en el último año) o porque tiene menos carga horaria y supuesta menos exigencia (mito, lo desmiento fuertemente, nos exprimieron igual) que los bachilleratos técnicos (caso de una amplia mayoría, el seguir «lo más fácil» para cumplir con la obligación).

Es decir, la gente reunida aquí viene por diferentes razones, y normalmente una de ellas no es el interés por el enfoque académico. Entonces, era un grupo, como decía antes, conformado por gente de todo tipo, con todo tipo de intereses, cuyo único factor común era la edad. Varias veces envidié el buen ambiente que, al menos aparentemente, tenían los demás bachilleratos. Y ahora sé a qué se debía. Eran personas interesadas en lo mismo, con metas similares, que tal vez por eso se llevaban mucho mejor que la gente de mi grupo. Claro, al culminar la etapa muchos redefinieron sus objetivos, pero al inicio todos tenían ambiciones similares. Y eso ciertamente propicia un entorno un poquitito menos podrido.

Aunque no me di cuenta sola de las bondades de la facultad como punto de encuentro de personas afines. Las distintas redes sociales me ayudaron bastante. Aquellas del método «agregar de forma recíproca» pueden ser comparadas con ese bachillerato: gente que conozco, gente obligada a que le lleguen mis ideas y cuyas ideas me llegan obligatoriamente a mí sin que necesariamente haya interés proveniente de alguno de los extremos. Y las del método «seguir sin reciprocidad obligatoria» pueden ser comparadas con el ambiente de la facultad: personas que no necesariamente conocía, pero que gustos, ideales, opiniones y objetivos similares a los míos, con quienes se comparte información sobre temas de interés común. Tras alta actividad en ambos tipos de redes sociales, terminé escogiendo participar más en el segundo.

Y aquí recuerdo un video que vi hace unos meses. Realmente no recuerdo el nombre, para poder recomendarlo, pero, básicamente, hablaba de cómo tendencias artísticas o de pensamiento (como una corriente literaria) surgían en puntos de encuentro creados para personas que compartían intereses (como un café literario) y de cómo en nuestros días podemos utilizar la internet para propiciar esos espacios.

Porque hacen falta. Dentro o fuera de la red, debemos crear e impulsar sitios en los cuales pueda converger gente con intereses comunes. Porque podemos tener excelentes ideas por nuestra cuenta, pero el aporte de otras personas con ideas parecidas pueden hacer que nuestra pequeña idea crezca de modos que no imaginamos. Y no solo eso: el codearnos con personas con quienes guardamos similitudes puede hacer que nosotros, como humanos, crezcamos también.