martes, 12 de junio de 2012

Una historia más de usar y tirar

Hace poco, en la búsqueda de cierto producto cosmético, tuve que revolver muchas cosas antes de encontrarlo. Fue ahí que me di cuenta de que poseía una cantidad innecesariamente grande de productos de cuidado personal: que exfoliantes, que astringentes, que humectantes, que limpiadores de cutis, que tratamiento capilar... En fin, de todo.

También me di cuenta de que realmente no utilizaba ni la mitad de todas esas cosas. Algunas de mis lociones ya llevaban unos cuantos meses vencidas, con algún cambio en su consistencia, o ambas cosas, de tanto tiempo que hacía que no les daba uso. Fue una decepcionante revelación de cuántas cosas había comprado en vano.

Honestamente, no me sentí contenta conmigo misma por esto. Me tomé un momento para definir cuáles son las cosas que realmente necesito y que uso con frecuencia y, también con pesar por generar basura, tiré todo eso que no me servía.

Pero la reflexión no terminó allí. Traté de averiguar qué fue lo que me llevó a comprar tantas cosas que no necesitaba y que de todos modos no tenía modo alguno de utilizar al mismo tiempo, por la ilógica acumulación. Un pequeño ejemplo es el de dos o tres productos para la piel cuyas instrucciones decían que tenían que ser usados a la noche: ¿acaso me iba a colocar uno sobre otro? ¿Y esto me iba a hacer bien? ¿Y a qué hora, si apenas tengo tiempo?

Yo tenía todo lo necesario para mantener una buena apariencia. No usaba nada, pero lo tenía todo. Porque las mismas empresas que fabrican esos productos se habían encargado de convencerme de que los necesitaba, de que mi piel era fea, mi cabello era feo, mis manos eran feas, yo era fea y me quedaban pocos años antes de que comenzara el irreversible proceso de envejecimiento. Tenía que actuar de inmediato, lo cual, al precio de una botella de shampoo, realmente era una ganga.

Pero no funcionó. Mi estilo de vida -ajetreo, mala alimentación, poco e irregular sueño, sedentarismo- siguió haciendo estragos en mí, y no hubo crema que me solucionara ese problema... si es que acaso tenía tiempo de recurrir a alguna. Queda claro que la respuesta no es bañarme en pociones mágicas, sino cambiar mis hábitos por unos más saludables.

Así que me propuse dejar de hacer caso a al bombardeo que recibo de juegos directos con mi autoestima e intentar consumir en adelante no más de lo necesario. Esto algo aplicable a muchos otros ámbitos más allá del cuidado personal: con demostrarnos que "somos feos" o que "no estamos bien" nos terminan enchufando ropa, electrodomésticos, comida y todo lo que uno pueda imaginar para encaminarnos hacia lo deseable, para facilitar nuestras vidas. Que no funcione o que no demos uso a gran parte de lo que nos ofrecieron no importa más, porque ya hemos comprado. Y no, no apuntan exclusivamente a la vanidad femenina, apuntan a la vanidad del ser humano, que así el público es más amplio.

Escapar de eso no es un proceso fácil, y no puedo asegurar que lo terminaré con éxito, pero lo tomo como un desafío. Claro que todavía quiero un cabello sin frizz, todavía me pinto las uñas de distintos colores, quiero oler bien, verme bien, aunque sea de vez en cuando, y para ello sigo utilizando una pequeña colección de productos de cuidado personal (lo más pequeña posible, pero ahí está, existe). Sigo respondiendo a mis propios parámetros estéticos. O al menos creo que son mis parámetros, porque, en su mayoría, sé que han sido impuestos por mi cultura.

Mi bagaje personal, del cual no hablaré detalladamente, involucra a una joven que recién sale de una adolescencia minada de altas expectativas sobre su apariencia. Ser mujer no ayudaba, seguro; tampoco ser bajita y rellenita; y mucho menos el no compartir casi ninguna afinidad con otras personas de mi edad. Un bagaje individual cuyo límite con lo social no está bien marcado. 

Y es así cómo yo, enfrentada siempre entre lo que me gusta a mí y lo que le gusta al resto del mundo, acabé intentando complacer a todos sin realmente dar gusto a nadie. Especialmente a mí: nunca satisfecha, pero siempre exigiendo más, segura de que los cosméticos estarían ahí para hacer lo que yo no pudiera hacer. Es gracioso cómo siempre actué como si no me interesaran esas cosas, y todavía lo hago, pero resulta que yo también, falible humana, no me agrado si no interfiero con lo que de otro modo haría la naturaleza conmigo. Y sé que no soy la única en el mundo.

Pero aquí voy. Planeo replantearme constantemente qué es lo que realmente necesito y qué es banal lujo. Dejarme engañar menos. Tratar de cuidar mi salud desde el principio y no cuando aparezca algún problema. Llevarme mejor conmigo mismo y con la naturaleza. Informarme más. Ser realista. Proteger mi conciencia y mi libertad. No pretendo forzar a nadie a que actúe como yo, pero sí quiero apoyar y recibir apoyo de otras personas que también piensan que nuestras prácticas de consumo, aunque a veces ni sean culpa nuestra, son inadecuadas desde la médula y que pretenden hacer de su siglo XXI un siglo menos desechable.

1 comentario:

  1. Bien escrito, me gusto, es entretenido como lo cuentas, esta bueno para un capitulo de una novela o lo que sea. Saludos

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